La política está llena de sorpresas. Roberto Micheletti, el presidente de Honduras designado por el parlamento de su país, deseaba que el ex presidente Manuel Zelaya estuviera encarcelado en Tegucigalpa mientras los jueces y fiscales incoaban el proceso judicial en su contra por violación de la Constitución, corrupción y malversación. Curiosamente, Hugo Chávez, Lula da Silva y Daniel Ortega han hecho posible esa detención.
Es verdad que Zelaya no está en una cárcel hondureña, sino en la embajada brasilera radicada en la capital, pero eso es mucho más conveniente para el gobierno de Micheletti. Es difícil que un comando zelayista viole el recinto brasilero para intentar liberarlo, dado que allí se introdujo por su propia voluntad, y, al fin y al cabo, la responsabilidad por la integridad física de Zelaya ahora corre por cuenta de Brasil. La policía hondureña sólo tiene que limitarse a cuidar el exterior del edificio y controlar las entradas y salidas. En algún momento Zelaya decidirá presentarse a la justicia de su país, o tal vez opte por pasar un largo tiempo asilado.
Mientras tanto, el presidente Micheletti, con bastante firmeza, ha escrito en el Washington Post que sigue adelante con las proyectadas elecciones del 29 de noviembre. Panamá declaró que si los próximos comicios hondureños son honrados y transparentes reconocerá al nuevo gobierno. Eso es lo sensato. Afortunadamente, el presidente Ricardo Martinelli es un estadista valiente al que no le importa nadar contra la corriente si le parece moralmente justificable. Las elecciones, además de ser un mecanismo de legitimación de la autoridad, son una ceremonia para enterrar el pasado y comenzar una etapa distinta y más esperanzadora.
La OEA cayó en una trampa que le tendió el señor Chávez al advertir que no reconocería al presidente electo en los próximos comicios hondureños. ¿Quiere el señor Insulza precipitar al país a un conflicto violento para coronar a un vencedor empapado en sangre?
Los candidatos a estas futuras elecciones habían sido libre y pacíficamente elegidos en primarias abiertas antes de la expulsión del poder de Zelaya. No fueron impuestos por nada ni nadie y representan todo el espectro político del país. Una vez fracasada la gestión restauradora del presidente Oscar Arias, ¿qué otra mejor opción existe que propiciar un proceso electoral capaz de devolverle al país la normalidad política?
El Departamento de Estado norteamericano tampoco ha actuado razonablemente. ¿A quién se le pudo ocurrir en esa casa de locos que es una buena estrategia tratar de desacreditar a priori la salida democrática que existe para la crisis hondureña? ¿Cómo se iba a imponer el regreso de Zelaya contra la voluntad del resto de las instituciones del país, contra el criterio de casi todos los partidos políticos, con la oposición de las iglesias cristianas y el rechazo del aparato productivo?
¿Está dispuesto Estados Unidos a crear una especie de protectorado en Honduras y dedicar veinte mil soldados para devolverle el gobierno a Zelaya contra el deseo de la mayoría de los hondureños y los dictados de la Corte Suprema, pero con el beneplácito de Hugo Chávez? ¿Cómo puede hoy empeñarse Estados Unidos en desestabilizar a una de las naciones más pobres del continente y a una de las pocas sociedades que simpatizan genuinamente con su poderoso vecino --al extremo de enviar tropas a la guerra de Irak-- en un hemisferio crecientemente dominado por el antiamericanismo?
Tras el reconocimiento anunciado de Panamá, probablemente otros países hagan lo mismo. Para sus líderes es evidente que lo que le conviene a América es la existencia en el continente de naciones estables regidas por gobiernos electos democráticamente que no estén bajo la nefasta influencia del chavismo. Ese será el inicio de una paulatina normalización de las relaciones internacionales de Honduras.
En todo caso, una de las primeras decisiones que tendrá que tomar el nuevo gobierno es qué hacer con el señor Zelaya. ¿Lo amnistía, le otorga un salvoconducto, o lo deja asilado permanentemente en la embajada brasilera?